sábado, 25 de febrero de 2012

LA AVENTURA DEL AMOR

EL AMOR

El amor es un término gastado y adulterado. A pesar de ello, el amor es la salsa de la vida. Sin amor la vida sabe a poco y en determinadas circunstancias a nada. Los suicidas y los desesperados son una prueba contundente de que vivir sin amar y ser amados es como un menú amargo psicológicamente intragable. Pero ¿qué es el amor realmente humano y cómo vivirlo? Esta es la cuestión. Índice del presente Blog: 1) Amor sexual. 2) Amor de enamoramiento. 3) Amor personal. 4) Amor de amistad. 5) Amor cristiano. 6) Amor analógico. 7) El amor a las personas y la admiración de la belleza.

1. AMOR SEXUAL

Hay gente que confunde el amor con las relaciones sexuales. Según esta mentalidad, hay amor cuando hay intimidad sexual y donde no hay intimidad sexual no hay amor. El incentivo natural del amor sexual es el placer con el que la naturaleza ayuda generosamente para afrontar los quehaceres de la procreación. Hay mujeres que aceptan prestar sus favores sexuales a los hombres con vistas a ganarlos como posibles maridos. Otras veces la mujer busca a cualquier precio a un hombre para tener un hijo y alcanzado este objetivo tal hombre no la interesa más para nada. Por el contrario, hay hombres que se casan para tener mujer y usarla sexualmente y no para tener hijos. Hay otro tipo de gente que separa por completo y de un modo peculiar el sexo del amor. El caso más extremo y emblemático lo tenemos en las prostitutas y sus clientes.

La relación sexual en este contexto es un contrato comercial que se realiza al margen del amor sin excluir el desprecio personal y el odio. Tanto las prostitutas como sus clientes saben muy bien que el amor humano es una vivencia que nada tiene que ver de suyo con las relaciones sexuales. Estas personas piensan que el amor es algo que se hace y el hacerlo tiene un precio. ¿Hacemos el amor? ¿Cuánto cobras? O bien, ¿te gusta sexualmente este hombre o aquella mujer? En todos estos y estas que así piensan y actúan lo hacen siendo plenamente conscientes de que no existe vinculación ninguna entre sexo y amor. En este mismo contexto cuando se habla de educación sexual en realidad se está hablando, antes que nada, de enseñar a practicar técnicas sexuales placenteras sin riesgos para la salud, la convivencia con terceras personas o para la economía. Lo importante y preocupante de esta mentalidad es que el amor humano, en la práctica, es confundido con las relaciones sexuales en bruto sin excluir las más degeneradas y humanamente perversas. Es una forma muy elemental y primitiva de entender el amor que termina poniendo a las personas fuera del uso correcto de la razón, que es la primera nota ontológica de humanidad. Sexo crudo, homosexualidad, lesbianismo, travestismo, sodomía y prostitución, en sus múltiples y sofisticadas formas de expresión, dan una idea aproximada de la degeneración del amor humano polarizado en el ejercicio bruto de la sexualidad.

2. AMOR DE ENAMORAMIENTO

En un contexto más civilizado y comúnmente aceptado el amor es asociado al enamoramiento. Según esta forma de pensar, el amor es la actividad propia de los enamorados. Así pues, hay amor cuando hay enamoramiento y cuando éste desaparece se entiende que ha desaparecido también el amor. Un hombre y una mujer se casan, tienen hijos y esperan a que estos crezcan para divorciarse porque, dicen, el amor entre ellos ha terminado. O lo que es igual, la etapa de enamoramiento ha pasado o no existió nunca. Esta identificación del amor con el enamoramiento, llevada a la práctica en la vida de familia, es una de las principales causas del fracaso de las parejas y origen de sufrimiento humano. Eso que comúnmente llamamos enamoramiento sume a los enamorados en un estado emocional asociado al mundo de las obsesiones. Los enamorados, en efecto, son poseídos por una mezcla de manía, demencia y obsesión que los margina respecto de sus amigos y de sus familias. Se observan en ellos y ellas formas extrañas de comportamiento que inducen a pensar que han perdido parcial o totalmente el uso de la razón. Por ello algunos analistas no dudan en catalogar el fenómeno psicológico del enamoramiento en clave patológica como una especie de psicosis asociada a la obsesión. De ahí también que el enamoramiento tenga un precio alto que afecta seriamente a la libertad de nuestros actos y forma correcta de pensar. Mucha gente se ha suicidado como desenlace fatal del enamoramiento patológico. En el lenguaje sencillo y coloquial esta enfermedad letal del enamoramiento fuera del control racional y de la libertad se denomina “mal de amores”.

El enamoramiento, desde el punto de vista psicológico, es un estado de atracción y pasión de corta duración y estrechamente relacionado con la necesidad biológica de procreación. Es la trampa en la que caen los enamorados cuando viven condicionados por el instinto de supervivencia. Durante ese periodo de tiempo se obsesionan con la persona amada queriendo estar a su lado todo el tiempo y a cualquier precio. Es como un hechizo fisiológico que nubla su razón y los vuelve adictos al objeto del deseo. El enamoramiento induce a los enamorados a distorsionar la realidad proyectando una imagen idealizada de la persona amada. Los enamorados están tan cegados por el torbellino emocional que sienten en su corazón que no ven al otro tal como es sino como les gustaría que fuese. En base a esta visión deformada, muchas personas se casan o toman decisiones importantes que son determinantes para su futuro afectivo. Pero, una vez que se desvanecen los efectos del enamoramiento, los amantes empiezan a verse tal y como realmente son. Una cosa es querer y otra, amar.

Queremos cuando sentimos un vacío y una carencia que creemos que el otro debe llenar con su amor. En cambio, amamos cuando experimentamos abundancia y plenitud en nuestro interior, convirtiéndonos en cómplices del bienestar de los demás. De ahí que, a menos que cada uno de los amantes se responsabilice de ser feliz por sí mismo, la relación puede convertirse en un campo de batalla. De hecho, muchas parejas terminan encerrando su amor en la cárcel de la dependencia emocional, creyendo erróneamente que el otro es la única fuente de su felicidad. Es entonces cuando aparece en escena el apego tiránico del uno al otro creyendo que sin el otro no se puede vivir. Aparecen igualmente los celos al sentir miedo a perder al compañero o compañera sentimental y la posesividad, tratando al otro como un objeto de propiedad. Sin excluir el rencor y el odio cuando una de las partes siente rabia hacia la otra considerándola como la fuente de todos sus males.

No es necesario realizar estudios científicos rigurosos para constatar que el enamoramiento es un estado psicológico en el cual la persona enamorada siente dentro de sí una dependencia sentimental obsesiva por otra persona al margen de toda razón. En los casos extremos la imagen sentimental de esa persona se graba con tal intensidad en la imaginación de la persona enamorada que automáticamente excluye cualquiera otra imagen que entre en competencia. Si ese estado sentimental no madura con el tiempo, filtrándolo en la razón, las consecuencias pueden ser imprevisibles y casi siempre nefastas. Todos los crímenes pasionales de la historia y finales trágicos entre personas enamoradas tienen una explicación en el hecho de que cuanto más se intensifica el estado de enamoramiento más se debilita el uso de la razón. De ahí también que los verdaderos amigos se quieren pero no se enamoran. El enamoramiento corrompe la amistad y dificulta el uso correcto de la razón, mientras que la verdadera amistad y el amor auténtico, que es el personal, ayudan a madurar el uso de la razón y el ejercicio responsable de la libertad individual de los enamorados.

El enamoramiento suele ser en la práctica enemigo de la verdadera amistad porque es ciego y nos impide ver y querer a las personas como realmente son. Es como un estado febril placentero que, o desaparece o termina arruinando la salud mental de los enamorados. En el lenguaje coloquial se expresa esto mismo cuando se dice que tal persona está “chalada” o “loca” por otra. No en vano en inglés enamorarse de una persona es “to fall in love”. Con lo cual se sugiere la idea de “caída”. Caída, sin duda, del uso de la razón en el abismo de un estado emocional obsesivo que impide a los enamorados verse a sí mismos y el mundo que los rodea con objetividad. Los amigos y los que realmente se aman, por el contrario, se aprecian en un contexto emocional que no pone en peligro su libertad personal. La amistad hace posible que nuestro afecto sea compartido libre y felizmente con muchas personas al mismo tiempo sin que para ello sea obstáculo el sexo o el estado social. El enamoramiento, en cambio, constriñe el afecto de una manera obsesiva a una persona concreta. Con el enamoramiento termina la amistad propiamente dicha y se genera otro tipo de relaciones personales que sólo impropiamente son comparables a la verdadera amistad. Los verdaderos amigos, insisto, se quieren sin enamorarse nunca. De ahí que la amistad sea posible entre personas del mismo sexo, del sexo contrario y con muchas personas al mismo tiempo sin que se produzcan conflictos emocionales o celos. Cuando esto ocurre significa que alguna de las partes no ha entrado en el verdadero ámbito de la amistad o se ha salido de él. En cualquier caso las mejores amistades degeneran cuando se enfatiza lo emocional sin pasarlo por el filtro de la razón. La vida está plagada de amistades perdidas entre personas y de familias destrozadas por causa del enamoramiento. Obviamente, hay un enamoramiento “normal” que se educa y madura pasándolo por el filtro de la razón. Cuando tal sucede el enamoramiento madura y desaparece con normalidad dejando un poso de experiencia feliz de la vida. Pero con mucha frecuencia el enamoramiento degenera en una patología de muy difícil si no imposible curación. Hay enamoramientos patológicos que requieren un tratamiento especial para evitar que terminen en tragedia. Ni el enamoramiento normal ni el patológico son opciones personales de libertad sino estados emocionales o patológicos que surgen en nosotros al margen de nuestra voluntad.

3. AMOR PERSONAL

El amor realmente humano es el amor personal. Unas breves aclaraciones conceptuales ayudarán a entender correctamente el significado de esta afirmación. Entiendo por amor personal al reconocimiento incondicional de la dignidad o valor superior de toda persona humana con transferencia de aprecio, de afecto o de ambas cosas a la vez. La transferencia de aprecio es esencial en toda forma de amor. La transferencia afectiva en cambio, no es esencial, pero es muy importante. El amor apreciativo sin transferencia afectiva hace que nuestras relaciones personales resulten respetuosas pero distantes y frías. Es un amor especulativo. Igualmente, el amor meramente afectivo corre el riesgo de degenerar en enamoramiento y desencanto. El arte de amar correctamente consiste en aprender a expresar nuestro respeto a las personas con la dosis adecuada de aprecio y afecto de acuerdo con las circunstancias en las que se encuentra cada persona. Esto es fundamental sobre todo en la vida matrimonial y de familia y, por supuesto, en las relaciones entre amigos. De acuerdo con lo que termino de decir, el amor personal es incompatible, por ejemplo, con la destrucción voluntaria de vidas humanas. Biotanasia y amor son términos contradictorios. Pero aclaremos conceptos y pongamos las cosas en su sitio. Para ello me parece indispensable distinguir entre lo que es una persona, objeto propio del amor humano, y lo que es su personalidad, sobre la que eventualmente puede recaer nuestro rechazo o desamor al mismo tiempo.

La persona humana es algo perfecto que subsiste en la naturaleza racional y que identificamos mediante un nombre sustantivo personal, como Pedro, Juan, María o Yasmine. La persona es el sujeto o individuo humano titular del DNI. La función esencial de nuestro documento nacional de identidad consiste precisamente en identificar a cada persona de suerte que no sea confundida con ninguna otra y no errar en la atribución de los méritos o responsabilidades que corresponden a cada una de ellas. A este individuo de la especie humana es al que denominamos persona y que comienza a existir desde el momento matemático de la singamia e instauración del código genético tal como aparece ya diseñado en el CIGOTO, y que continúa siendo el mismo, distinto de cualquiera otro cigoto de la misma especie, hasta la muerte. La persona es lo que somos y a cuyo nivel todos somos iguales. Nadie es más o menos persona que otra. Como personas, lo mismo antes que después de nacer, durante la adolescencia, juventud y ancianidad, sanos o enfermos, hombres o mujeres, somos todos iguales en dignidad o valía.

¿Y qué es eso tan valioso y excelente que somos como personas y que no pierde su calidad ni siquiera con la enfermedad a lo largo de la vida? Esa grandeza deriva del hecho de que toda persona humana, en cuanto persona, es imago Dei, o sea, imagen o reflejo de Dios por estar dotada de inteligencia independientemente del uso, no uso, bueno o mal uso que cada cual hagamos o podamos hacer de ella. Como personas, pues, somos siempre el mismo sujeto humano y todos somos iguales en dignidad o excelencia ontológica. Pues bien, la persona así entendida es el sujeto propio del amor.

La personalidad, en cambio, es todo aquello que sobreviene o acaece a la persona, bueno o malo. Así, el que una persona sea alta, baja, iracunda o amable, bondadosa o perversa, enferma de nacimiento o dotada de buena salud, guapa o fea, culta o analfabeta, dotada de cualidades artísticas o intelectuales y así sucesivamente, pertenece al ámbito de la personalidad. Por lo mismo, la personalidad significa todo aquello que adquirimos o perdemos a lo largo de la vida, para bien o para mal. Mientras la persona es siempre algo perfecto en su género e inmutable, la personalidad admite más y menos, es cambiante y lo mismo puede darse en lo bueno como en lo malo. Es correcto decir que una persona tiene más personalidad que otra pero es falso decir que una persona es más o menos persona que otra. Persona es lo que siempre somos en grado perfecto y personalidad lo que llegamos a ser lo mismo en lo bueno que en lo malo.

En consecuencia, cuando se habla de amor personal, queremos decir que lo que amamos es a la persona y no a la personalidad. Por lo demás, es obvio que el amor personal es compatible con el sexo y el enamoramiento, pero no se confunde con ellos. Más aún, la experiencia de la vida enseña que por la vía sexual o del enamoramiento pocos llegan al amor personal y con muchas dificultades. Por el contrario, por la vía del amor personal las relaciones sexuales se dignifican y embellecen y el enamoramiento deja un poso de experiencia feliz compartida. Al contrario de lo que dije antes sobre el amor de enamoramiento, el amor personal es una opción de libertad en la cual intervienen el uso correcto de la razón y la reflexión. Pero amor personal tiene una forma de expresión muy importante en la vida humana. Me refiero a la amistad.

4. AMOR DE AMISTAD

La amistad es un bien escaso pero muy necesario para la vida feliz y las buenas relaciones sociales. A este tema me he referido en diversas ocasiones y me parece oportuno, dada su importancia, retomarlo una vez más aquí en su contexto propio que es el de la amistad personal.

1) LA AMISTAD COMO FUENTE DE FELICIDAD
La amistad (del latín amicus = amigo) implica una relación afectiva peculiar entre dos o más personas y la mayoría de los seres humanos siente por ella gran estima. Nace cuando las personas se relacionan en base a algo que hay en común entre ellas generosamente compartido. Hay amistades que son como la flor del almendro, nacen pronto y desaparecen rápidamente. Otras, en cambio, tardan en fraguarse pero después duran toda la vida. Los amigos comparten con agrado actividades, gustos y recuerdos. Cultivan la confianza mutua y la sinceridad en sus formas de tratarse interesándose recíprocamente por su bien mutuo. Se ayudan según sus posibilidades y se alegran por sus éxitos. Los amigos son comprensivos entre sí pero sin imponerse mutuamente sus opiniones, errores o aciertos en la vida. La comprensión entre amigos no significa, por tanto, aprobación indiscriminada de sus formas de ser y de pensar. La amistad no se basa sólo en las semejanzas que existan entre los individuos sino también y sobre todo en el respeto a su dignidad personal. La amistad es el milagro que hace posible el intercambio de unas relaciones personales entrañables de las que tanto necesitamos para dignificar la convivencia social, aliviar las penas de la vida y satisfacer el deseo de felicidad que brota de lo más íntimo del ser humano. Pero las relaciones personales de amistad tienen matices propios muy peculiares. Dos personas, por ejemplo, pueden profesarse gran respeto y admiración sin que por ello se consideren amigas. De hecho la amistad es una forma de amor humano muy especial y difícil de cultivar con éxito. Hay ciertamente muchos simulacros de amistad, pero amigos verdaderos, pocos. La amistad es el arte de querer desinteresadamente a las personas sin enamorarse de ellas. Por lo mismo, la amistad es una perla que todo el mundo busca a su modo, es difícil de encontrar pero indispensable para la convivencia humana y la felicidad personal. Entre los factores o formas de conducta incompatibles con la amistad verdadera entre los seres humanos cabe destacar los siguientes.
2) LA ENEMISTAD Y EL DESAMOR
El vicio opuesto a la virtud de la amistad es la enemistad que consiste en la aversión entre dos o más personas. Las personas enemistadas se aborrecen en mayor o menor grado y no desean verse ni tratarse. En casos extremos la enemistad conduce a las agresiones verbales y las intimidaciones sin excluir las agresiones físicas si llega el caso. Mucha gente disfruta haciendo alarde de su enemistad tratando por todos los medios a su alcance de hacer la vida imposible o desagradable a los demás. En los casos más extremos la enemistad de una persona o de un grupo social hacia una persona puede resultar tan insoportable que la persona aborrecida no descarta la idea del suicidio como forma de liberación. En las enemistades el odio y el resentimiento tienen el campo abonado y se impone el desamor, desde las simples faltas de respeto personal hasta el odio más profundo y el resentimiento. El odio es un sentimiento de profunda antipatía, aversión y repulsión hacia una persona, incluso hasta destruirla. El odio es el punto opuesto más alejado del amor y la amistad entre las personas y los grupos sociales. Pero este sentimiento nefasto no ha de confundirse con el “odio” o indignación que la gente honrada siente hacia personas y organizaciones que disfrutan o amenazan con hacer sufrir a los demás.

Por analogía decimos que odiamos todo aquello que se opone a nuestra salud y bienestar. Decimos, por ejemplo, que odiamos el tabaco o los excesos en la comida y la bebida. Hay cosas y formas de conducta que consideramos odiosas como la esclavitud, el racismo, el genocidio, la guerra o la producción artificial de seres humanos para ser después destruidos por diversas razones sentimentales, legales o científicas. En lenguaje coloquial se utiliza también el término “odio” para enfatizar que tal estilo arquitectónico, un tipo de gente, un artista o nuestro propio trabajo no nos gusta. Cuando un muchacho o una muchacha quieren expresarse un afecto de forma espectacular utilizan a veces la expresión “te odio”. En las sociedades modernas avanzadas los fenómenos sociales que más suscitan odio o rechazo extremo por parte de las personas honradas suelen ser, entre otros, el racismo, los fanatismos políticos y religiosos, los asesinatos y la violencia en general. Últimamente se ha impuesto una forma de enemistad y de desamor que produce sentimientos de odio específicos. Me refiero al fenómeno del terrorismo y de los nacionalismos. Sin olvidar la guerra. Antes de la guerra suele ser útil enseñar a la población a odiar a otra nación o régimen político. De una u otra forma la enemistad en clave de odio sigue siendo el principal motivo de los conflictos armados como la guerra y el terrorismo. El amor y la amistad personal son absolutamente incompatibles con estos sentimientos de irracionalidad y desamor. La enemistad es el término que expresa de forma adecuada esa oposición e incompatibilidad. Con las personas que se complacen en hacer la vida desagradable a los demás o son rencorosas es prácticamente imposible mantener relaciones de verdadera amistad.

3) LA ENVIDIA Y LA DESCONFIANZA
La envidia consiste en sentir tristeza por el bien ajeno. El envidioso, en efecto, no soporta que a los demás las cosas les vayan bien. Justamente lo contrario de lo que siente el buen amigo, que disfruta con lo suyo y desea lo mejor para su amigo. La base psicológica de la envidia hay que buscarla más en el afán de poseer que en el deseo de privar de algo al otro. Pero, como no haya otra alternativa frente a un objeto disponible, el envidioso no tolera que se lo arrebate nadie, ni familiares ni amigos. El envidioso tiene la sensación de que lo suyo es suyo y lo de los demás también. La envidia nos hace muy mezquinos ya que impide que seamos felices con lo nuestro y nos hace sufrir con la prosperidad de los demás. Por eso la envidia produce una sensación muy desagradable y nada propicia para la amistad. Se puede afirmar sin exagerar que los envidiosos están psicológicamente incapacitados para la amistad mientras están dominados por la envidia. Lo mismo cabe decir de los desconfiados. Tan pronto se produce el más leve resquicio de desconfianza entre amigos, o se restablece pronto la confianza perdida o la amistad se va al traste. Lo cual no significa que cuando se aprecian síntomas de desconfianza en el amigo estos deban ser sistemáticamente pasados por alto como si nada ocurriera. A esto se lo llama ingenuidad. Las amistades, como todas las relaciones humanas, pueden corromperse y cuando tal ocurre lo mejor es abandonarlas. Es triste perder una amistad pero lo es más mantenerla como una moneda falsa con el gusano dentro de la desconfianza.

4) EL ACOSO A LA INTIMIDAD DEL AMIGO
Los buenos amigos comparten intimidad y se informan de asuntos íntimos que no están dispuestos a tratar con otras personas. Hay cosas sobre las que se habla con más objetividad y libertad con un amigo o profesional que con los miembros de la familia. Sin embargo, el tema de la intimidad es muy delicado. En primer lugar, no con todos los amigos se puede y debe hablar de las mismas cosas. Cada amigo tiene su personalidad, sus convicciones, sus creencias y su forma de entender la vida. Por tanto, cuando los amigos son muy diferentes unos de otros, hay que tener en cuenta esas diferencias de personalidad para acertar en la forma de tratar con ellos de asuntos íntimos y muy personales. Un error grave que puede echar a perder la mistad consiste en pretender introducirse en la intimidad del otro. La intimidad de una persona es como el recinto familiar. Cuando vamos a casa ajena lo lógico es llamar primero a la puerta y esperar a que nos abran. Una vez dentro de la casa de seguro que, si es la primera vez que la visitamos, tendrán interés en hacérnosla conocer. Para ello nos irán introduciendo en las diversas dependencias abriendo puertas y ventanas. Pues bien, sería sorprendente y desagradable que nosotros por nuestra cuenta abriéramos alguna puerta cerrada, o el cajón de alguna mesa, para conocer de lo que hay dentro. A lo más preguntaremos dónde se encuentra el servicio, si es que se han olvidado de decírnoslo al entrar. De forma análoga hay personas que hacen inmediatamente incursiones personales en la intimidad de los amigos como si estos tuvieran la obligación de desvelar todos los secretos de su vida. Esta imprudencia no sólo impide el desarrollo de una verdadera y sólida amistad sino que es la causa también de muchas rupturas matrimoniales. Cuando una persona trata de hacer incursiones indiscriminadas en la vida íntima de los demás está poniendo en peligro el desarrollo y maduración de la verdadera amistad. Al amigo hay que escucharlo con verdadero interés pero sin hacerle preguntas que no espera, o a las que él mismo va a responder sin que nadie se las pregunte. El interés por ayudar a los amigos es esencial a la amistad. Pero el acoso a su intimidad con preguntas indiscretas o imponiéndoles nuestros gustos, creencias y convicciones puede terminar dinamitando las relaciones amistosas.

5) EL ENAMORAMIENTO
También el fenómeno del enamoramiento tiene repercusiones negativas en la amistad. Como he dicho antes, existen estudios interesantes en los que se demuestra cómo el enamoramiento sume a los enamorados en un estado emocional asociado al mundo de las obsesiones. Nunca se insistirá lo suficiente en que los enamorados son poseídos por una mezcla de manía, demencia y obsesión que los margina respecto del mundo que los rodea. Sus formas extrañas de comportamiento son de todos bien conocidas e inducen a pensar con razón que en algunos momentos han perdido parcial o totalmente el uso de la razón. No lo demos vueltas, el fenómeno psicológico del enamoramiento tiene mucho que ver con la dinámica patológica de las obsesiones. Todos los crímenes pasionales de la historia y finales trágicos entre personas enamoradas tienen alguna explicación en el hecho de que cuanto más se intensifica el estado de enamoramiento más se debilita el uso de la razón.

Los verdaderos amigos, por el contrario, se quieren pero no se enamoran. De ahí que, al contrario de lo que ocurre en el enamoramiento, con la amistad madura el uso de la razón y el ejercicio responsable de la libertad personal. El enamoramiento suele ser en la práctica un enemigo de la verdadera amistad porque es ciego y nos impide ver y querer a las personas como realmente son. Es como un estado febril placentero que, o desaparece o termina con la salud mental de los enamorados. En el lenguaje coloquial, insisto, se expresa esta misma realidad cuando se dice que tal persona está “chalada” o “loca” por otra y que no en vano en inglés enamorarse de una persona es “to fall in love”. Con lo cual se apunta a la idea de “caída”. Caída, sin duda, del uso de la razón en el abismo de un estado emocional obsesivo que impide a los enamorados verse a sí mismos y el mundo que los rodea con objetividad y realismo. Los amigos, por el contrario, se aprecian en un contexto emocional que no pone en peligro su libertad personal ni su capacidad para usar correctamente la razón. El enamoramiento constriñe el afecto obsesivamente a una persona mientras que la amistad hace posible que nuestro afecto sea compartido libre y felizmente con muchas personas al mismo tiempo sin que para ello sea obstáculo el sexo o el estado social.

Con el enamoramiento termina la amistad propiamente dicha y se genera otro tipo de relaciones personales que sólo impropiamente son comparables a la verdadera amistad. Los verdaderos amigos, insisto, se quieren sin enamorarse nunca. De ahí que la amistad sea posible entre personas del mismo sexo, del sexo contrario y con muchas personas al mismo tiempo sin que se produzcan conflictos emocionales o celos. Cuando esto ocurre significa que alguna de las partes no ha entrado en el verdadero ámbito de la amistad o se ha salido de él. En cualquier caso las mejores amistades se corrompen cuando se enfatiza lo emocional sin pasarlo por el filtro de la razón. El verdadero amigo nunca interfiere en los afectos particulares y específicos del amigo por razón de su condición personal o social. La vida está plagada de amistades que terminan mal a causa del enamoramiento patológico o simplemente inmaduro.

6) LOS FAVORES SEXUALES Y EL DINERO
Otro tema interesante asociado a la amistad es la cuestión de los favores sexuales. Quien exige favores sexuales a cambio de amistad o de ayuda económica, laboral o cualquiera otro motivo no es un amigo sino un explotador egoísta sin pudor. El chantaje sexual es un recurso muy frecuente y no es necesario insistir en ello. Cuando tal ocurre ya no tiene sentido hablar de amistad. Eso que llaman, por ejemplo, “parejas sentimentales” es cualquier cosa menos una verdadera amistad. Menos aún son expresión de verdadera amistad las ayudas para promocionarse en la vida al precio de pactados o forzados favores sexuales.

En ocasiones el favor sexual surgió psicológicamente disfrazado de gratitud por algún gran favor recibido. El sentimiento de gratitud en estos casos es tal que la persona agraciada se considera en el deber de conciencia de pagar con esa moneda al bienhechor. Este sentimiento de gratitud como tal es comprensible y de suyo nada tiene de reprochable. El problema empieza y se consuma cuando ese noble sentimiento original de gratitud no es pasado por el filtro de la reflexión y al tiro es ejecutado. Cuando tal ocurre, lo más frecuente es que con el favor sexual ofrecido y aceptado surjan nuevos problemas incompatibles con los cánones de la verdadera amistad. Otras veces el favor sexual es pactado en términos de la más absoluta generosidad por ambas partes. Este fenómeno no es infrecuente y está muy relacionado con lo que se denomina “transferencia afectiva” como forma también de gratitud. Tal fenómeno puede ocurrir sobre todo en el ámbito de las relaciones personales específicas de algunas profesiones muy cercanas a la intimidad personal. En cualquier caso la realidad de la vida práctica enseña que cuando el favor sexual es la moneda de cambio exigida por el presunto amigo la verdadera amistad deja de existir para dar lugar a la explotación egoísta y desvergonzada del amigo o de la amiga.

Cabe, sin embargo, la posibilidad de que el favor sexual que comenzó por un noble sentimiento de gratitud sea después rectificado convirtiéndose en una fuente de experiencia y motivo profundo de amistad. Cualquier equivocación en la vida puede ser transformada con el correcto uso de la razón en una fuente de experiencia positiva de la vida. En la vida se aprende también de los errores cometidos. El favor sexual, tal como queda descrito, corrompe inexorablemente y de inmediato cualquier amistad. Pero si el error es rectificado a tiempo y no se repite, cabe también la posibilidad de que renazca una amistad verdadera. Lo cual sólo tiene lugar en la práctica a título de excepción entre personas curtidas por la experiencia de la vida. Desgraciadamente lo más frecuente en estos casos es que las partes implicadas terminen olvidándose o aborreciéndose cuando tales favores dejan de existir. Ni se excluyen los finales trágicos. La sabiduría popular lo tiene claro. Por una parte: “Poderoso caballero es don dinero”. Y por otra: “Si quieres perder a un amigo, dale sexo o dinero”.

Cuando hay dinero por medio, las relaciones humanas cambian de significado. Las disputas por las herencias destruyen las mejores familias y los mejores amigos desaparecen cuando tienen la oportunidad de medrar en nombre de la amistad. El abuso de la amistad tiene un nombre de gran actualidad: amiguismo. Los políticos lo cultivan a manos llenas favoreciendo a sus “hombres de confianza” y poniendo fuera de circulación a las personas más honradas y competentes para el desempeño de cargos y responsabilidades públicas. Cuando se dice que tal o cual función pública es un “cargo político” todos sabemos que el agraciado es pagado para que ejecute ciegamente las órdenes recibidas del jefe sin tener en cuenta la naturaleza justa o injusta de las mismas.

La respuesta del agraciado es simple: “me pagan para eso” y uno tiene que ganarse la vida. Cuando hay dinero por medio, prestigio social, votos o posibilidad de escalar el poder las amistades se tornan interesadas y egoístas. Otras veces simplemente desaparecen, si es que no derivan en abierta enemistad. Es obvio que existen amistades basadas en el placer y en el provecho material representado universalmente por el dinero. Pero el refranero popular, la Biblia, Aristóteles y Tomás de Aquino nos recuerdan que tales amistades, por más que así se llamen, no son propiamente amistad. Los amigos que sólo están unidos por la conquista del dinero y del poder, cuando la competencia o la honradez profesional les salen al paso terminan olvidándose para siempre si no aborreciéndose. La ambición de dinero y el ansia de poder hacen amigos falsos y peligrosos. Sólo excepcionalmente hay personas capaces de cultivar la verdadera amistad sin dejarse contaminar por el dinero y el poder. La mistad verdadera no se vende ni se presta a nadie sino que se regala y reparte desinteresadamente a todos.

La amistad, insisto, ha sido buscada desde que existe la humanidad como una joya de gran valor para la convivencia social y la felicidad personal. En la antigüedad el filósofo Aristóteles (384-322 antes de Cristo) dejó escrito en La ética a Nicómaco que sin amigos nadie querría vivir, aún cuando poseyera todos los demás bienes. Hasta los ricos y los que ejercen el poder sienten la necesidad de tener amigos. Aristóteles se preguntó sobre la posibilidad de la amistad entre los hombres y los dioses paganos. Su respuesta fue negativa. En el Nuevo Testamento, por el contrario, se afirma la posibilidad real y cercana de las relaciones de amistad más entrañables entre Dios y los hombres. La Última Cena de Cristo con los suyos, por ejemplo, fue una cena de despedida entre amigos que comparten intimidades y gestos insólitos de afecto en nombre de Dios.

En el siglo XIII Tomás de Aquino (1225-1274) razonó la posibilidad de esa amistad entre Dios y los hombres. La esencia de la caridad, dejó escrito, consiste en hacernos amigos de Dios en tanto que Él es la fuente de nuestra felicidad. No hay prueba más evidente del amor de Dios que el hecho de que Él, Creador de todas las cosas, se haya hecho criatura; dueño de todo, se haya hecho nuestro hermano y siendo Hijo de Dios, se haya hecho Hijo del hombre. Con la mediación de Cristo, en efecto, se acortaron las distancias entre Dios y el hombre haciendo posible entre ambos una relación de amistad con todas sus ventajas y gratificaciones. La literatura sobre la amistad es amplia así como los refraneros y aforismos populares. Pero ¿por qué un tesoro tan grande es buscado por todos siendo encontrado relativamente por pocos y con tantas dificultades?

Tengo la impresión de que la clave para crear y mantener relaciones de verdadera y perdurable amistad consiste en aprender el arte de querer a las personas desinteresadamente sin enamorarnos nunca de ellas. La amistad me abrió muchas puertas a instituciones y personas que de otra forma no habría podido franquear. A través de relaciones amistosas tuve ocasión de conocer por dentro muchas situaciones relacionadas con los antiguos regímenes comunistas lo cual me sirvió para abrir los ojos a la triste realidad humana y social a la que esos regímenes dieron lugar. Por la amistad verdadera se llega también a la intimidad de las conciencias y a los problemas personales antes y mejor que por la vía profesional. Dicho lo cual, he de decir igualmente que la amistad es un arma de doble filo que hay que manejar bien para evitar fracasos profesionales. La amistad genera confianza, abre muchas puertas y proporciona felicidad pero cuando se abusa de ella degenera fácilmente en basura humana. Cuando esto ocurre se cumple aquello de que el mejor vino se convierte en el peor vinagre.

5. AMOR CRISTIANO

Hace dos mil años que se viene hablando del amor cristiano. Cristiano es todo aquello relacionado con la persona de Cristo y resulta particularmente interesante la forma en que Cristo entendió el amor humano. De hecho, toda su vida estuvo marcada por el amor a Dios y a los hombres. Por ello, me parece obligado recordar algunos textos cristianos culminantes en los que el amor es proclamado y enaltecido de una forma taxativa y contundente.

Durante la celebración de la última cena, por ejemplo, según el relato de Juan (13,15) hubo dos momentos particularmente significativos a este respecto. El primero se refiere al gesto de Jesús lavando los pies a sus apóstoles. Al final de la escena, ante el estupor de todos, sobre todo de Pedro, Jesús les dijo que aprendieran la lección de amor que les había dado. Jesús no pronunció una bella conferencia sobre el amor para después discutir con ellos sobre si hay que amar y cómo a los demás. Realizó una práctica de amor con ellos sin dejar margen para discusiones dialécticas y estériles. Lo que Él hizo como signo de amor ellos tenían que hacerlo con todo el mundo sin pedir explicaciones. Así de claro: “Este es el mandamiento mío, que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,12-13). Todo hace pensar que en este mundo el principal signo de identidad cristiana debe ser el amor y no la cruz. Los cristianos han de amarse entre ellos y amar a los demás como Cristo los amó primero reflejando el amor que existe entre Dios y Cristo. Los cristianos deben estar unidos por el mismo amor que une a Cristo con Dios Padre. Las dos cartas de Juan son una ratificación de esta primacía del amor personal por encima de cualquier otro signo distintivo socialmente idealizado como criterio de humanidad. Paradójicamente el Jesús crucificado constituye un caso único en el que la muerte es transformada en un acto de amor jamás conocido hacia los propios enemigos. De hecho el mismo Cristo es presentado en el Nuevo testamento con sus hechos y dichos como la personificación viviente de Dios comprensivo y amoroso en contraposición con el Dios justiciero y terrible del Antiguo Testamento.

En estos textos, felizmente desconcertantes, hay un mensaje de humanidad y civismo jamás conocido hasta que Cristo lo desveló y proclamó como programa de su vida al servicio salvador de la entera humanidad. Pero esta afirmación requiere una explicación. En la segunda parte del capítulo quinto del relato evangélico de Mateo aparece la actitud de Jesús frente a la Ley judía, que en ocasiones incumplía materialmente o bien la interpretaba con autoridad propia. Por ejemplo, haciendo milagros en sábado, o censurando con dureza el materialismo leguleyo de los fariseos. En los relatos evangélicos se aprecia un enfrentamiento constante entre Jesús y los fariseos por la forma diversa de interpretar la Ley. Esta pelea continuó después entre judíos y cristianos hasta nuestros días.

Cristo fijó con claridad su posición frente a la Ley de Moisés. Cristo no vino a abolir la Ley de Moisés sino a perfeccionarla. ¿En qué sentido? En el sentido de que interpreta el verdadero significado de muchas cosas del Antiguo Testamento, deformadas por la interpretación material y leguleya de los fariseos, al tiempo que añade otras cosas nuevas de las cuales hablan los textos del Nuevo Testamento. Digamos que Cristo perfeccionó la Ley de Moisés superándola con su forma de interpretarla más perfecta y acorde con los designios de Dios tal como puede apreciarse en los relatos evangélicos. La Ley de Moisés cumplió con una función específica hasta la ley mesiánica, pero Jesús no habla de cumplir materialmente toda la Ley antigua sino de darle vida con un espíritu nuevo. El espíritu nuevo se refiere al amor que ha de prevalecer sobre el mero cumplimiento material de leyes y normas rituales y sociales existentes. Las leyes son cumplidas correctamente cuando hay amor y no cuando son aplicadas materialmente en su totalidad y detalle. Es en este contexto del “espíritu nuevo” que hasta el más mínimo detalle de la Ley antigua conserva su valor. En caso contrario, la interpretación material de muchas prescripciones del Antiguo Testamento, de acuerdo con la interpretación de Jesús, deben ser suprimidas. Y para que no haya dudas sobre la posición de Cristo frente al Antiguo Testamento, Mateo relata diversos momentos en los que Cristo se pronunció públicamente sobre el Decálogo, que era como el corazón mosaico de la Ley de Moisés.

En el quinto precepto del Decálogo, por ejemplo, se prohibía matar. Jesús ratifica dicho precepto pero lo interpreta y perfecciona diciendo que también lo viola quien se enoja injustamente contra alguien o falta al respeto a una persona profiriendo insultos contra ella. El Decálogo condena el adulterio. Pero Jesús matiza que no sólo es adúltero el que comparte favores sexuales físicamente cuerpo a cuerpo con otra mujer que no es su esposa, sino también quienes se solazan con el solo deseo de hacerlo aunque físicamente no puedan o no les interese llevar a cabo sus propósitos adulterinos. La infidelidad matrimonial se consuma con la unión de los cuerpos pero nace de la infidelidad ya existente en los corazones. La Ley de Moisés propiciaba el repudio de la mujer por motivos banales y caprichosos por parte del marido. Jesús matiza que el que se aprovecha de la mujer injustamente repudiada comete también adulterio. El segundo precepto del Decálogo prohibía el perjurio. Jesús va más lejos y condena todo tipo de juramento invitando a llamar a las cosas por sus nombres; a lo blanco, blanco y a lo negro, negro. En la Ley de Moisés estaba en pleno vigor el “ojo por ojo y diente por diente”. O sea: la “ley del talión”, o lo que se conoce como la pena de muerte como supremo castigo legal. El propio Cristo fue víctima de esta prescripción legal. La respuesta exegética de Cristo a esta prescripción de la Ley de Moisés es tajante: NO. “Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha, ofrécele también la otra; al quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda” (Mt 5,38-42). Así de claro. Cristo no tiene nada en contra de las leyes penales justamente establecidas y humanamente aplicadas. Pero condena de forma tajante la ley del talión con un lenguaje irónico y típicamente oriental. No se trata de abolir las leyes penales justas pero la pena de muerte no tiene cabida en el humanismo profesado por Cristo. Esta incompatibilidad se hace plenamente patente en los dichos y hechos de Cristo relacionados con la forma de entender y llevar a la práctica el mandamiento troncal del humanismo cristiano sobre el amor.

La Ley de Moisés es perfeccionada por Cristo de una forma original y contundente a propósito del amor a los enemigos (Lc 6,27-35; Mt 5,44. 39-40. 42; 7,12; 5,46.45). Jesús, como buen judío, visitaba la sinagoga siempre que tenía la oportunidad de hacerlo para participar en las lecturas bíblicas y exponer su pensamiento. Sus intervenciones llamaban mucho la atención por las cosas que decía con autoridad propia prescindiendo de la autoridad tradicionalmente atribuida a los rabinos de oficio más famosos. Uno de esos días, dijo lo siguiente: “Pero a vosotros, los que me escucháis, yo os digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldicen, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome de lo tuyo, no se lo reclames. Y tratad a los hombres como queréis que ellos os traten. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman. Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; entonces vuestra recompensa será grande y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los perversos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá”. Mateo, 5,43-44, matiza: “Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos”.

La gente estaba acostumbrada a oír aquello de “amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. En la Ley de Moisés se preceptuaba, efectivamente, el amor al prójimo. Pero el término “prójimo” no se refería a todos los hombres, a todo ser humano, sino al que era considerado judío. En Lv 19,34 se recomienda y manda el amor al extranjero peregrino, pero no se trata de personas de tránsito sino de gente advenediza que terminaba incorporándose al pueblo judío. Por otra parte, la Ley de Moisés preceptuaba taxativamente el exterminio de los pueblos idólatras (amalecitas, amonitas, moabitas, madianitas y cananeos), para los cuales se prescribe (Nm 35,31) la venganza de sangre y la prohibición de aceptar compensación económica por el eventual rescate de sus gentes (Nm 31,31). De la exclusividad del amor al judío y de estas prescripciones terribles contra los no judíos se llegó a la conclusión de que la ley del amor en la Ley de Moisés no se entendía en sentido universal sino en beneficio exclusivo de los judíos y exclusión total de los no judíos. Las palabras “odiarás a tu enemigo” reflejan la mentalidad rabínica en los tiempos de Cristo. En el Lv 19,18 se condena al odio de judíos contra judíos y sólo judíos. El amor al prójimo, según la mentalidad rabínica de la época de Jesús, excluía a los samaritanos, alienígenas, prosélitos o no conversos.

Según los estudios de Strack-Billerbeck, la Sinagoga en tiempo de Jesús entendía la noción de prójimo, lo mismo que en el Antiguo Testamento, aplicada sólo y exclusivamente a los israelitas. Todos los demás, los no israelitas, quedaban fuera del concepto de prójimo. En la Mishna, de hecho, se legitima explícitamente la venganza y el rencor contra “los otros”, es decir, contra los no judíos y extranjeros. Pues bien, frente a esta mentalidad Cristo presenta su enseñanza propia sobre el amor. El amor no sólo no ha de ser excluyente del no judío, sino que ha de ser universal hasta el extremo de incluir a los propios enemigos. Los judíos no sólo han de perdonarse entre sí, como manda la Ley vieja, sino que han de perdonar ellos mismos también a los demás sin excluir a nadie, ni siquiera a los enemigos. El amor y el perdón a todo ser humano sin exclusiones raciales, religiosas o culturales es una meta del cristianismo que en parte estaba incoada en el Antiguo Testamento en función de los intereses exclusivamente judíos, pero que Cristo interpretó de una forma nueva y humana susceptible de fascinar a los espíritus más nobles y civilizados. Pero no quiero terminar esta meditación sin referirme a la explicación psicológica y pastoral de S. Pablo del mandato nuevo del amor contrapuesto a los preceptos rituales y legales del Antiguo Testamento que Cristo revisa y perfecciona rectificando la idea del Dios terrible de la Ley de Moisés por el Dios del Amor revelado en Cristo.

Pablo de Tarso escribió unas palabras sobre la primacía del amor personal en la vida y enseñanza de Cristo que se han convertido en una página magistral de la literatura universal. Me refiero al capítulo trece de su primera carta a los corintios. Como aclaración previa digo que el término amor adquiere un significado nuevo que se expresa con el término caridad. Dice así: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente y servicial; no es envidiosa ni jactanciosa ni se engríe. La caridad es decorosa, no busca su interés ni se irrita; no toma en cuenta el mal ni se alegra de la injusticia y se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca. Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía. Cuando venga lo perfecto desaparecerá lo parcial. Cuando yo era niño hablaba como niño. Pensaba como niño. Razonaba como niño. Al hacerme hombre dejé todas las cosas de niño. Ahora vemos en un espejo en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial pero entonces conoceré como soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad. Estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1Cor 13).

En el primer párrafo Pablo afirma la necesidad que tenemos todos del amor. Una persona puede estar dotada de cualidades humanas excepcionales. Si carece del amor ante Dios no le servirán para nada. Cuando hay una gran sequía es corriente oír este comentario: podemos vivir careciendo de muchas cosas menos del agua. Cuando ésta falta es cuando nos damos cuenta de la absoluta necesidad que tenemos de este elemento. De modo análogo, una persona puede rebosar de bienes y privilegios de la naturaleza. Pero si no es buena persona se irá en el mejor de los casos al archivo del olvido en este mundo y de los rechazados en el mundo venidero. Este párrafo es un canto al amor teniendo en cuenta al ser humano en todas sus dimensiones y aspiraciones más profundas de felicidad. En el segundo párrafo Pablo hace una descripción psicológica magistral de las propiedades o características del amor personal resaltando su belleza y dignidad moral.

En los trabajos y contratiempos la caridad es paciente y agradable. Personas hay que se dicen buenas pero olvidan fácilmente que su compañía resulta desagradable. Las personas realmente caritativas o amorosas se preocupan de hacer grata su compañía prestando más atención a los intereses de los demás que a los suyos propios.

Es incompatible con la envidia. No es difícil encontrar gente que se alegra de todo corazón cuando a los demás las cosas les van mal. Cuando esto ocurre tenemos la prueba más evidente de que no hay amor. Alegrarse del mal ajeno es una vileza humana muy frecuente. Por el contrario, quien ama disfruta con lo suyo y se alegra generosamente de que a los demás las cosas les vayan bien. Sin pretenderlo disfruta con la felicidad propia y con la ajena.

La caridad no es jactanciosa ni se crece ante los demás. Lo cual es incompatible con la arrogancia y el culto a la propia personalidad. La caridad nos invita a no hablar arrogantemente como si fuéramos los reyes del mundo. Esta fea costumbre con frecuencia no es más que el resultado de falta de reflexión o poca inteligencia. Es característico de los cortos de inteligencia hacer de sus vidas un éxito incomparable. Lo contrario de las personas bien dotadas, que contrastan sus éxitos con sus fracasos y limitaciones. La caridad nos enseña a ser realistas valorando lo que somos sin menguarlo y reconociendo lo que no somos sin exagerarlo. La caridad no prescinde de la inteligencia sino que la presupone y perfecciona.

La caridad es cortés y desinteresada. Antes de hacer o decir algo, además de pensarlo dos veces, hemos de tener en cuenta a los demás para evitar de antemano no causarles algún daño. Igualmente, no debemos buscar ninguna utilidad inmediata en beneficio propio. Las auténticas obras de amor suelen reportar compensaciones importantes incluso en esta vida. Pero otras veces ni siquiera provocan una palabra de gratitud. Cuando tal ocurre, la persona caritativa o amorosa no retracta su acción como respuesta a la ingratitud. Tampoco pierde los estribos (no se irrita) cuando las cosas no salen a su gusto. Del bien hecho no hay que arrepentirse nunca.

La caridad es absolutamente incompatible con los sentimientos de venganza bajo ningún pretexto. Por ejemplo, camuflando ese instinto maligno con pretextos de justicia. Un caso histórico podría ser la pena de muerte como forma de castigo público contra criminales de rango superior en nombre del derecho a la legítima defensa. A nivel personal hay gente que disfruta ajustando cuentas a los demás por cualquier cosa baladí. Existe un viejo grupo social bien conocido para el cual sólo hay justicia cuando se ha vengado al delincuente. Es el polo opuesto del amor cristiano que postula, no sólo la ausencia de venganza en la administración de la justicia, sino el perdón al mismísimo enemigo.

En este mismo sentido la caridad no se alegra de la injusticia que otros puedan cometer aunque ello pudiera reportarnos alguna ventaja momentánea. Esto nos trae a la memoria las trapisondas en la especulación financiera y las corrupciones políticas y administrativas. Me refiero a esas operaciones que realizan políticos y financieros para enriquecerse ellos a costa de los demás. Hay gente que las conoce y no las ven mal mientras se puede sacar partido de ellas. La caridad no legitima el disfrute de esas injusticias. Por el contrario, se complace en la verdad y en que las cosas discurran de forma honesta y por el buen camino. Por otra parte, no niega los defectos del prójimo pero no se ceba en ellos. Al contrario, busca disculpas y atenuantes para ayudar a curar las heridas en lugar de agrandarlas.

La caridad nos impulsa a creer lo que otros nos dicen, a esperar lo que nos prometen y a ser tolerantes con los débiles e impertinentes. Lo cual no es una invitación a ser ingenuos o tontos predisponiéndonos para ser fácilmente engañados o molestados. Significa que, mientras no haya pruebas en contrario, como actitud primera hemos de suponer la buena intención de nuestros interlocutores, darles un margen de confianza y, si las cosas no salen bien, no descorazonarnos y echarlo todo por la borda. La gente necesita ser escuchada con interés y paciencia incluso cuando dice o hace tonterías. De hecho, una de las formas de caridad más apreciadas hoy día es la de aquellos que saben escuchar pacientemente a las personas que lo único que necesitan es desahogarse con alguien en medio de sus penas y soledades.

En el párrafo tercero Pablo se expresa en términos emotivos haciendo una proclama de la validez permanente del amor. Con la muerte desaparecerán de un golpe todas las dotes personales que nos hayan acompañado durante la vida. Sólo se salva el amor. Sólo la caridad permanecerá eternamente disfrutando de la unión directa y estrecha con el objeto amado. Conoceremos a Dios a la manera como somos conocidos por Él: con conocimiento inmediato, directo y eterno. Sólo en este ágape teológico tiene sentido aquello de que “el amor no muere nunca”. En Pablo de Tarso esta afirmación tiene sentido real y efectivo y no meramente poético o sentimental como en el platonismo o el romanticismo. El amor personal, más allá del amor/sexo o el amor/enamoramiento, es una realidad humana dinámica y gratificante y no una ilusión sentimental o una idea platónica congelada en el espacio sin transferencia afectiva.

Este descubrimiento del amor personal, que Cristo puso como piedra angular de la felicidad humana y de la esperanza más allá de la muerte, es una novedad gozosa que se encuentra reseñada por escrito sólo en la Biblia y de ahí que, a pesar de la dificultad de su lectura, este libro singular siga siendo tan estudiado y editado. Las fiestas de Navidad y Pascua de Resurrección son los momentos culminantes en los que siglo tras siglo la humanidad se reconforta con el recuerdo gozoso de este descubrimiento. Según Jn 13,34-35, Cristo se despidió de los suyos con palabras como estas: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros”.

A propósito de estas palabras cabe hacer las siguientes matizaciones. En primer lugar, no se trata de una simple recomendación sino de un mandato taxativo o condición indispensable para profesar el humanismo cristiano. Las novedades que Cristo introduce con la primacía del amor son las siguientes. 1) Debe ser un amor universal hacia toda persona humana y no restringido al pueblo judío. 2) Es un amor al modo de Dios, es decir, esencialmente personal y no sexual o de enamoramiento. 3) Debe ser universal, incluidos los enemigos. 4) Este tipo de amor, y no la cruz, es la verdadera y definitiva señal social del humanismo cristiano. De hecho esta primacía y forma de entender el amor en clave personal por encima de las fronteras étnicas, del sexo y del enamoramiento, es lo que fascinó al mundo pagano según los testimonios autorizados de Tertuliano y de Minucio Félix. En tal sentido me parece oportuno recordar aquí unas vetustas palabras tomadas del Papa León Magno (440-461) de su sermón séptimo con motivo de la Navidad o nacimiento de Cristo, y que traducidas, suenan así: “Al nacer nuestro Señor Jesucristo como hombre verdadero, sin dejar por un momento de ser Dios verdadero, realizó en sí mismo el comienzo de la nueva creación y, con su nuevo origen, se dio al género humano un principio de vida espiritual. ¿Qué mente será capaz de comprender este misterio, qué lengua será capaz de explicar semejante don? La iniquidad es transformada en inocencia, la antigua condición humana queda renovada y los que eran enemigos y estaban alejados de Dios se convierten en hijos adoptivos y herederos suyos.” Ante este hecho protagonizado por Cristo tal como es presentado en el Nuevo Testamento, el orador exclamó: “Despierta, hombre, y reconoce la dignidad de tu naturaleza. Recuerda que fuiste hecho a imagen de Dios; esta imagen que fue destruida en Adán, ha sido restaurada en Cristo. Haz uso como conviene de las criaturas visibles, como usas de la tierra, del mar, del cielo, del aire, de las fuentes y de los ríos; y todo lo que hay en ellas de hermoso y digno de admiración conviértelo en motivo de alabanza y gloria del Creador”.

Por todo esto que termino de decir sobre el amor personal promulgado por Cristo nos percatamos de la calidad del humanismo reflejado en los textos bíblicos del Nuevo Testamento. En la Biblia encontramos el fundamento de la dignidad ontológica y moral del hombre. Nuestra dignidad o excelencia como personas humanas radica en irrumpir en la existencia como “imágenes de Dios”. En ese nivel, como personas todos somos iguales ante Dios y ante nosotros mismos. En consecuencia, nuestra dignidad o indignidad moral radica en nuestra forma de vivir en clave de amor personal o desamor. Desde la Biblia se entiende con relativa facilidad la igualdad ontológica de todos los seres humanos como personas y la desigualdad individual por razón de nuestra forma de afrontar la vida y de vivir de una forma o de otra, en clave de amor, desamor o amor corrompido. Como personas, insisto, somos todos iguales, lo mismo hombres que mujeres. Pero al mismo tiempo somos todos desiguales por razón de nuestra personalidad. Pero esa dignidad o excelencia es diferente por razón de nuestra vida moral de la que depende en gran parte la estructura de nuestra personalidad. Para terminar estas reflexiones me parece oportuno añadir lo siguiente.

La Biblia, en la que se refleja esta concepción humanística de calidad, es un libro muy complejo y difícil de entender. Sobre esas dificultades y la forma de superarlas me he ocupado en mi obra La cátedra de la vida (Madrid 2010), a la que el lector queda remitido. La cuestión sobre la primacía del amor personal sobre el amor sexual y de enamoramiento es patente y clara para cualquier lector del Nuevo Testamento de cultura media y con un mínimo de sentido común. El amor cristiano ni se identifica con el amor sexual o de enamoramiento ni lo excluye. Se trata de un amor esencialmente personal en el que las relaciones sexuales y el enamoramiento pueden no existir para nada, y cuando existen son elevadas y dignificadas hasta el extremo de hacer posible un amor humano de tan alta categoría que no excluye ni siquiera a los enemigos. Lo cual significa que en el ejercicio del amor cristiano existen dos filtros complementarios, uno racional y otro teológico. La experiencia castiza de la vida, en efecto, y los hechos y dichos de Cristo sobre el amor no se contraponen sino que se complementan.

6. EL AMOR ANALÓGICO

De lo dicho hasta aquí resulta obvio que el amor es un término universal que se aplica a formas de conducta muy distintas. Desde el amor a Dios a ”hacerlo” con una prostituta hay una distancia semántica bastante notable. La tendencia de inspiración freudiana y marcusiana predominante tiende a ser univocista, es decir, a confundir el amor con el amor sexual infecundo y a la aceptación de la espontaneidad sexual sin pasar por el filtro de la razón. Tanto es así que elementos humanos tan importantes como la fidelidad y la estabilidad amorosa son interpretados a veces como ataduras opresivas de culturas llamadas a desaparecer. En este contexto psicológico se considera aún más extraña la dimensión cristiana del amor, que nos sitúa en una perspectiva de esperanza extraterrenal y de perdón a los enemigos. En la vida práctica, cuando alguien pronuncia la palabra amor hay que poner en marcha el sentido de la prudencia para no caer en alguna trampa. La gente tiene una propensión brutal a sobreentender que se trata de amor sexual o, en el mejor de los casos, de enamoramiento. En el otro extremo están quienes estiman que el término amor ha de ser liberado absolutamente de cualquier connotación sexual o estado emocional relacionado con el enamoramiento. Tampoco faltan quienes piensan y se comportan en materia de amor como si el amor sexual, de enamoramiento u otras formas de amar no hubiera ningún elemento vinculante fuera del placer de satisfacer los instintos brutos de la naturaleza al margen del uso correcto de la razón. La realidad de la vida, por el contrario, muestra otro rostro más humano del amor cuando se tienen en cuenta lo que hay en común en todas esas formas de amar y más aún las diferencias. La experiencia castiza de la vida nos enseña que el sexo y el enamoramiento, a pesar su enorme importancia en el desarrollo feliz de la vida humana, no son ni han de ser confundidos con la esencia del amor, hasta el punto de que muchas veces es la muerte del mismo y causa de muchos sufrimientos. Igualmente, lo que es realmente caridad es también amor, pero no todo lo que es amor es caridad. El elemento común a todas las formas verdaderas de amor es el respeto personal, la fidelidad en la estabilidad y la prioridad del bien de las personas a las que amamos frente a los propios intereses.

Por lo que se refiere a las formas de expresar el amor, cada momento de nuestra vida exige la suya propia. Formas humanas de expresar el amor a una edad determinada, por ejemplo, pueden resultar ridículas y hasta ofensivas en circunstancias personales y sociales diferentes. Analógicamente vemos y comprendemos en cada momento qué es lo que debe continuar igual o cambiar en nuestra vida amorosa. Me refiero a qué es lo esencial y pasajero, lo vegetativo, egoísta e inhumano y lo realmente humano y divino, como dicen los poetas. Ni el amor es cualquier cosa ni puede ser reducido a sexo o enamoramiento. Tampoco puede decirse que, por el hecho de que el amor humano de más calidad no requiera ejercicio sexual ni enamoramiento, por ello todo esto no tenga nada o poco que ver con el amor. Las reflexiones que hago a continuación pueden ayudar a comprender mejor lo que termino de decir.

El elemento común a todo verdadero amor humano es la fidelidad estable y la preocupación prioritaria por el bien de las personas a las que amamos sacrificando, si ello fuere necesario, parte de nuestros intereses propios. Pero las formas correctas de expresar nuestro amor son muy diversas y cambiantes y es necesario concienciarnos de ello si no queremos fracasar en el amor. Insisto, formas de expresar el amor a una edad determinada pueden resultar ridículas, si no ofensivas, en momentos distintos y circunstancias de la vida. Analógicamente vemos y comprendemos qué es lo que debe continuar igual o cambiar en nuestra vida amorosa. O sea, qué es lo esencial y lo pasajero, lo vegetativo, egoísta e inhumano y lo realmente humano. Insisto una vez más. El amor digno del ser humano no es el que se confunde con la dinámica sexual ni con el enamoramiento, por más que estos aspectos no estén excluidos del amor personal y sean elementos consustanciales de la naturaleza humana. En la vida real el amor personal, tal como lo hemos descrito más arriba, eleva y dignifica el ejercicio de la vida sexual y los estados sentimentales de enamoramiento. Por el contrario, el amor sexual aislado e irresponsable y el enamoramiento suelen ser una de las causas más frecuentes de sufrimiento humano por la falta de amor personal o corrupción del mismo.

7. EL AMOR A LAS PERSONAS Y LA ADMIRACIÓN DE LA BELLEZA

En estrecha relación con el amor se encuentra nuestra forma correcta de entender la bondad de las personas, de las cosas y su belleza. También en esto hay errores culturales graves difíciles de corregir. Es obvio que el bien es algo que todos, consciente o inconscientemente, deseamos. Hasta el suicida opta por quitarse la vida cuando se ha convencido de que el seguir viviendo ha dejado de ser para él un bien mayor que la muerte. El nudo gordiano de la cuestión está en acertar en eso que percibimos como el bien que realmente buscamos. Así, por ejemplo, para un terrorista cada asesinato perpetrado es como una honrosa hazaña digna de admiración, mientras que las víctimas del terror y la policía persiguen al terrorista como un enemigo de la humanidad. En cualquier caso el bien sigue siendo algo que todos buscamos como lo mejor para nosotros no obstante los errores de apreciación del mismo. El bien es la eminencia o excelencia del ser de la que nuestra voluntad queda prendada de forma arrebatadora, aún a costa de equivocarnos en la percepción del objeto de nuestra elección tal como nos lo presentan los sentidos o la inteligencia. El bien en general es todo ser amable en razón de su perfección, y al igual que el ser, puede decirse que todas las cosas son amables en la medida y proporción en que participan más o menos de un bien mayor de referencia. Se habla así de “gusto por las cosas buenas”, lo cual deja entender que, siendo todas ellas buenas, sin embargo no lo son en la misma proporción. Las cosas, en efecto, son buenas por lo que tienen de común en el ser y de diferentes en su participación proporcional del mismo.

Además de la bondad del ser se habla también de la buena voluntad de las personas. En estos casos se supone que la bondad original no se encuentra prioritariamente en la voluntad o en el mero querer, sino en la calidad objetiva de lo que queremos. Esto mismo lo expresaban los analistas clásicos cuando decían que la bondad se dice antes de las cosas que de nuestra apetibilidad o deseo de las mismas. El bien se dice de modo muy especial de las acciones humanas. Son buenas tales acciones porque son ética o moralmente correctas y, por lo mismo, hacen buenas a las personas que las realizan. Es el orden de las realidades éticas susceptibles de calificación moral en buenas y malas y que constituyen la base del perfeccionamiento de nuestra personalidad humana. Y, por supuesto, se dicen también buenas las cosas por su utilidad práctica en la realización de proyectos o fines buenos. Se habla así con toda naturalidad de marcas comerciales buenas o malas y de toda suerte de productos buenos y malos en función de los fines prácticos a que los aplicamos. Cuando hablamos de una buena política o de una buena medicina, por ejemplo, todos sabemos de qué estamos hablando sin confundir las cosas. Otras veces lo bueno es sinónimo de honesto. En estos casos nos referimos a una disponibilidad o actitud interior de las personas para hacer siempre lo que es mejor para ellas y sus semejantes. El término honesto nos sitúa en el ámbito de la bondad ética o moral de las personas. Las personas honestas son buenas, en efecto, porque tienen una tendencia natural a pensar y hacer siempre lo mejor que saben y pueden alejándose del engaño y la falsedad. Esa especie de bondad genera confianza ya que las personas honestas son muy realistas y rectifican sus errores o equivocaciones sin dificultad.

Y también, cómo no, llamamos bueno a lo placentero. En este sentido es bueno todo aquello que nos proporciona alguna gratificación o satisfacción intelectual o estética. La solución correcta de un problema intelectual o técnico, una acción bondadosa con el prójimo, o la terminación de una bella obra de arte, por ejemplo, proporcionan una satisfacción natural placentera brindada por la propia naturaleza. Lo contrario ocurre cuando las cosas marchan en sentido contrario. Hay, pues, placeres intelectuales, morales y estéticos o sensibles. Tanto es así que hablamos con naturalidad de buenas y malas obras de arte, buenos y malos alimentos y hasta de buenas y malas personas por el placer que nos reportan. La expresión vulgar del que contempla la fotografía de una bella mujer y dice que “está muy buena” no deja lugar a dudas sobre la identificación de lo bueno con lo placentero.

Por último, dos palabras sobre la bondad moral o humana y la bondad física. La bondad ética o moral se dice las personas que ordenan sus acciones personales de acuerdo con la recta razón práctica teniendo como punto de referencia el fin último del hombre. En el acierto o desacierto en la forma de ordenar nuestra forma de vida conforme a principios buenos de moralidad nos jugamos nuestra felicidad. La bondad física se refiere al fenotipo de las cosas y de las personas y no a la calidad ontológica de las mismas. La bondad física es de suyo independiente de la bondad moral, tratándose de personas. Una mujer, por ejemplo, puede ser físicamente muy bella y moralmente un pozo de maldad. Igualmente, un hombre puede tener una configuración física escultural y ser moralmente un corrupto para echarlo de comer aparte.

Lo que termino de decir sobre la analogía del bien son cosas de sentido común de gran importancia para la vida práctica pero que en el pensamiento dominante son con mucha frecuencia desconocidas o mal interpretadas. Así las cosas, conviene insistir en que todo concepto de bondad presupone una perfección radical de referencia del objeto bueno como cualquier evaluación de peso o medida se hace por relación a una unidad de medida fundamental. Pero esa perfección de referencia en materia de bienes admite una diversidad de grados que han de ser tenidos en cuenta al hacer juicios de valor. Los que univocan el bien midiéndolo todo por el mismo rasero como si todo fuera igualmente bueno incurren en un optimismo simplista falto de fundamento objetivo en la realidad. En este simplismo univocista incurren muchos poetas y algunos filósofos defensores del optimismo metafísico al estilo de Leibnitz. Los equivocistas, en cambio, suelen caer en la tentación de pensar que ni todo es bueno ni hay conexión alguna entre los diversos niveles o grados de bien, lo cual los conduce derechamente al pesimismo y el derrotismo.

La alternativa metodológica a estos extremos es el discurso analógico. A través del prisma de la analogía resulta relativamente fácil entender, si no comprender del todo, las interrelaciones entre el bien y el mal, entre la vida, el dolor y la muerte. Aplicando correctamente la analogía al discurso racional resulta razonable decir que ni existe el mal absoluto ni el bien está congelado sino que la perfección del ser se halla metafísica y proporcionalmente repartida y proporcionada. No tiene sentido hablar de los males que nos afligen si no es por relación a un bien superior de referencia universal y en el contexto de cada sector de la realidad en particular. El amor sólo es posible por relación al bien de las cosas y de las personas. Pero, así como el amor es un concepto análogo, así también el bien, que es su objeto propio. Por ello hay tantas clases de amores como movimientos de la voluntad hacia esos bienes de los que tratamos de disfrutar. El problema en la práctica consiste en no equivocarnos en la percepción previa de esos bienes confundiendo churras con merinas y para ello resulta particularmente recomendable aprender a usar la razón correctamente aplicando el método analógico, si no queremos derivar hacia los extremismos univocistas o equivocistas. Mediante el razonamiento analógico, en efecto, cada cosa es puesta en su sitio respetando el orden y jerarquía ontológica de la realidad universal y de cada cosa y acontecimiento en particular.

También la belleza ha de ser observada y tratada analógicamente en el contexto del amor. Hay tantas clases de beldades como especies de seres y bondades. No hay vuelta de hoja, también aquí entra en juego el principio quicial de la analogía, o sea, del todo y las partes. El fundamento ontológico de la belleza hemos de buscarlo en la relación de armonía y proporcionalidad entre las partes respecto del todo y de ellas mismas entre sí. Ahí radica su perfección natural y el secreto escondido de su placentera fascinación. De ahí que, mal que les pese a muchos, la facultad que capta la belleza en su raíz y realismo entitativo es el entendimiento, ya que sólo a ese nivel es posible percibir las relaciones de proporción o desproporción de las partes entre sí y el todo integral de las mismas.

Es verdad que también los sentidos captan a su modo la ordenación de las partes entre sí como un todo diversamente dispuesto, pero ésta es sólo una percepción muy material y primitiva que necesita de un refinamiento intelectual ulterior. La simple contemplación visual de la obra de un gran pintor, por ejemplo, puede bastar para quedar fascinados ante su belleza artística. Pero sólo cuando el autor de la obra, o un experto, explica lo que estamos viendo salimos del estado de fascinación inicial y empezamos a valorar la calidad o valor artístico real de la obra. Esto significa que ha entrado en acción nuestra inteligencia con algún tipo de reflexión aunque sea elemental. Esta observación es válida para la comprensión adecuada y no superficial de cualquier obra de arte.

De todo lo que es puede decirse que es bello en alguna medida o desde algún punto de vista. Surge así el concepto de belleza natural y maravillas de la naturaleza. Por ejemplo, hay mujeres físicamente bellas como resultado de su constitución genética que nada tiene que ver con la belleza artificial o de maquillaje. Llega la primavera y el espectáculo de la floración vegetal nos deja con la boca abierta. Pero igualmente ocurre cuando la naturaleza se desviste de sus trajes florales durante los meses de otoño e invierno. Una gran nevada, una tormenta o un terremoto pueden causar daños inmensos pero por ello no dejan de ser fenómenos de una belleza natural que desborda nuestra capacidad de admiración. Por relación a la belleza natural hablamos de la belleza artística, la cual es fruto de la tecnología y de la imaginación. No es lo mismo la belleza natural de una rosa cultivada en el jardín que la de una descripción poética de la misma. La belleza artística se denomina también estética en la medida en que puede ser disfrutada de una forma emocional y sensible. Como de todo esto sería muy largo hablar, pongamos fin a este discurso con las matizaciones siguientes.

Se habla de belleza metafísica, física, moral, natural, artística, humana y así sucesivamente. Pero dice el refrán que de gustos no hay nada escrito. Este dicho popular es de inspiración equivocista, pues deja entender que la belleza es algo totalmente relativo que depende del gusto personal de cada uno y del cristal con que se mire. Esta expresión popular expresa en parte una gran verdad, cual es la diversidad existente de formas de belleza y de su percepción subjetiva por parte de la gente. Pero el reconocimiento de esa diversidad no pone en duda la existencia de algún criterio objetivo de discernimiento válido para no confundir lo bello con lo feo, lo maravilloso con lo monstruoso o deforme. O sea, para no salir del fuego de la diversidad para caer en las brasas de la univocidad. Todas las formas o especies de belleza son participaciones proporcionadas de la belleza del ser. Para comprender el alcance de esta afirmación es preciso aplicar la analogía. Sólo así se evita el extremo de convertir la belleza en una cuestión de mal gusto o de confundir las diversas formas de bellezas existentes. Sería muy lamentable, por ejemplo, confundir la belleza física de una persona con la belleza de su conducta o belleza moral. Como este podíamos poner ejemplos hasta cansarnos. Por último, hay otra cuestión muy importante sobre la que conviene reflexionar aquí en el contexto del amor y la belleza.

Hemos dicho más arriba que la confusión cultural del amor con el sexo y el enamoramiento es fuente inagotable de sufrimiento humano. Pues bien, tal sufrimiento podría ser atenuado corrigiendo otro error cultural muy grave que consiste en confundir lo bello con lo bueno. La gente, si se deja llevar por sus impulsos emocionales y por la cultura dominante sin reflexionar previamente, tiene una tendencia irresistible a conformarse con admirar la bondad de las personas y a enamorarse de su belleza externa. Sólo algunos ejemplos para ilustrar lo que termino de decir, tomados de mi experiencia profesional. Caso uno. Se casaron y durante el viaje de novios se destapó la sucia historia de infidelidad e irresponsabilidad del marido, terminando el estrenado matrimonio en ruptura definitiva. Conocida la tragedia por una persona del entorno familiar de la joven esposa traicionada, comentó: ¿cómo es posible que esto haya sucedido siendo ella tan guapa? Caso segundo. Durante la celebración de un almuerzo alguien me hizo notar la presencia de una hermosa señora con estas palabras: es la nueva esposa de mi hermano. Seguidamente me comentó que su hermano no había hecho bien recambiando a su esposa pero que, habida cuenta de la escasa belleza de la primera comparada con la belleza de la segunda, era comprensible que su hermano hubiera tomado tal decisión. Tercer caso. Un señor conoció a una joven japonesa cuya belleza era tal que se propuso, como objetivo prioritario de su vida, hacerla suya con el matrimonio. Lo consiguió, pero con el paso del tiempo aquella belleza desapareció por completo y perdió todo su interés por ella. Como persona, comentaba el caballero, no la había conocido nunca y como belleza no le causaba ya ningún atractivo. Convivía fríamente con ella por sentido de responsabilidad pero ni la quería ni le reportaba felicidad ninguna.

En estos tres casos, que podían multiplicarse sin fin, hay un error muy grave de principio. Dicho error consiste en la ausencia total del amor personal, tal como lo hemos descrito más arriba, al confundir la belleza física o estética con la bondad humana de las personas. ¿Dónde está la confusión? La respuesta, desde el punto de vista del discurso analógico, resulta fácil. En los tres casos se han enamorado de la belleza física y no de sus respectivas personas. No han entendido que la belleza física es objeto de admiración y no de amor. La belleza física de las cosas y de las personas ha de ser admirada pero jamás amada. La belleza, en todas sus formas, constituye el objeto de nuestra admiración y solamente el bien o bondad de las personas es objeto de amor. La historia cultural de esta confusión de los objetos de la admiración y del amor en la cultura occidental ha encontrado siempre su presunta legitimidad educativa en la filosofía de Platón, el cual, como es sabido, pensó que entre la belleza y el amor existe una relación ontológica. La belleza, según este filósofo griego, es ni más ni menos que el objeto del amor. Pero la puesta en práctica de esta forma de pensar sólo ha contribuido a convertir el enamoramiento en una fuente constante de desgracias cuando debería serlo de felicidad. La experiencia de la vida enseña que sólo las personas han de ser amadas y no su belleza física, que ha de ser simplemente admirada. Por consiguiente, si el amar a las personas nos produce trastornos morales ello significa que no sabemos amar. Igualmente, si la admiración de la belleza, sea cual fuere, nos crea problemas morales es que no sabemos admirar. La conclusión de todo esto es que hemos de aprender a amar a las personas y no conformarnos con admirarlas, y a admirar la belleza de las personas y de las cosas sin enamorarnos de ella. Gran error es en la vida confundir el objeto del amor, que es lo bueno, con el objeto de la admiración, que es la belleza.
CONCLUSIÓN
El amor, para que sea humano, tiene que ser prioritariamente PERSONAL y no sexual o de enamoramiento. El amor personal no requiere ejercicio sexual ni estar enamorados. Tampoco excluye las relaciones sexuales o el enamoramiento, pero no se confunde con esas formas inferiores de amar sino que, cuando tienen lugar en el contexto del amor personal, las embellece y dignifica. Por el contrario, cuando tienen lugar fuera del contexto del amor personal, se degradan y deshumanizan. NICETO BLÁZQUEZ, O.P.

AMOR PERSONAL2

AMOR PERSONAL